viernes, 30 de diciembre de 2011

El barco hundido

Llegamos allí en la Semana de Primavera de 1952. Un campamento para cuatro: Iglesias, Simeone y su hermano menor y yo. Fuimos a la barra de Valizas por consejo del hermano mayor de Iglesias que ya había estado. Dio todas las instrucciones.

Llegamos en ómnibus desde Montevideo y nos bajamos en la ruta, pasando el puente de madera.
Había algunas personas a la izquierda, en la costa del arroyo, pescadores.

Sabíamos que teníamos que caminar cerca de 10 kilómetros hasta llegar, a campo traviesa, hasta el mar. Cargamos las mochilas, 20 kilos por cabeza, nos sacamos los pantalones largos o los arrollamos; championes y medias de lana.

Allá fuimos.

Al principio caminábamos sobre pasto, terreno llano. Cuando agarramos ritmo de marcha avanzamos firme. Bastante más allá empezó a ralear el pasto y empezó a aparecer arena. Cada vez más. Luego las dunas, no muy altas. Descansamos apenas una o dos veces. Se acercaba el mediodía.

Todo el tiempo veíamos el arroyo a nuestra derecha, el mar estaría más adelante.

Apareció la costa, la barra a la derecha.. Sol abierto todo el tiempo. A nuestra derecha, antes de la barra, un rancho con un cerco de transparentes al frente. Nos acercamos, había gente. Pedimos permiso para acampar contra los transparentes. El pescador nos lo dio, sin problemas.

Armamos dos carpas chicas, de esas del ejército, para dos. Nos acomodamos y ahí nomás a la playa y al agua.

Viento calmo pero, igual, mar fuerte. Llano al principio, la rompiente lejos de la costa. Yo pasé la rompiente de olas fuertes, me costó; del otro lado mar apenas rizado. Tiraba hacia el lado contrario al de la barra. Salí como dos cuadras más allá de donde entramos.

Abrimos la primera tanda de latas y bebidas. Nos dormimos al calor. Juntamos leña: resaca, palos secos, ramas viejas.

En la playa fútbol, carreras. Otra vez al agua.

El mar más picado, viento desde el mar. La rompiente con espuma.

Pasamos la primera noche. No había mosquitos. Estrellas.

Por ahí vemos al pescador, ahora con un niño, tendría 5 o 6 años. En el arroyo tenía un bote. Acomodó todo y empezó a remar hacia el mar. El niño en la popa, agarrado al asiento con las dos manos. Ni una vez miró para atrás. El hombre remaba, el bote se empezó a sacudir. Cuando llegó a la rompiente corcoveaba, levantaba la proa y caía casi a plomo.

El hombre remaba, el niño se aferraba.

Una pulguita en un cascarón y un muñequito que remaba.
Más tarde vimos el bote, lejos; iba echando la red.
De tarde lo mismo.

Nos intrigaba una duna grande más allá de la barra. Una mañana le pedimos al pescador que nos cruzara en el bote. El niño siempre estaba con él. No lo oímos hablar.

Subiendo a la duna grande comentamos que parecíamos entrar en la era secundaria. Más arriba rocas peladas. Al llegar nos quedamos de boca abierta. Mar enorme, playa interminable hacia el norte; para el otro lado de la playa: un barco en la costa, encallado. A lo lejos, brumoso, lo que debía ser el Polonio.

Bajamos hacia el barco. En la costa había una carpa del ejército, chica, con dos soldados con fusil.

El barco nos daba la popa con un castillo, la cubierta plana hacia adelante, inclinado sobre su izquierda. Nos fuimos acercando y no nos dijeron nada.
Entramos al barco y nadamos hacia la parte del barco que daba al mar. Fácil. Ya no nos podían ver desde la playa. Entramos por los ojos de buey.
Yo entré en un ambiente que tenía una mesa y armarios. Había camas con colchonetas. Cajones con cubiertos. Una bibliotequita con libros. Agarré uno de tapas negras: hojas papel biblia, en inglés. Stevenson. Me lo quedé. Más allá dos chalecos salvavidas: color beige, panes de corcho. Impecables. Me los quedé.

Los otros habían capturado otras cosas. Vimos por los ojos de buey que daban a la costa que la carpa estaba sola. Los soldados se habían ido a algún lado que no veíamos.

Me puse los dos chalecos uno arriba del otro. Guardé el libro en un bolsillo de uno. Pero no pude pasar por el ojo de buey. Me tuve que sacar los chalecos, salir y luego agarrar todo. Me costó: las olas me daban contra el barco, el mar se había picado. Pude. En el agua me puse de nuevo los chalecos. Nadamos hacia la costa, los soldados seguían no estando.

Subimos de nuevo a la era secundaria, ahora con los trofeos.

El pescador nos vino a recoger. Se rió del relato de la aventura del barco y de los soldados. El niño no abrió la boca. Al hombre le quedaron los ojos prendidos en los chalecos.

El libro estaba empapado. Lo acomodé en los transparentes para que se fuera secando. Los chalecos los eché dentro de la carpa. Nosotros íbamos al agua sin nada.

La mañana de la vuelta estábamos muertos de hambre: habíamos agotado todas las reservas. Se ve que oyeron del hambre y del problema, porque apareció el pescador y nos invitó a comer.

En el rancho vimos a la mujer, que había preparado arroz con mejillones. El niño sin hablar. Eran ellos tres. Comimos como náufragos. Ellos miraban.
Nos preparamos para la vuelta: lo de siempre, mochilas y todo eso. Los chalecos estaban en la mía por afuera, afirmados con las amarras. El libro se había secado algo por afuera, iba adentro envuelto con una toalla.

Nos despedimos, agradecidísimos. Ellos minimizaban el por qué. Los ojos del pescador prendidos en los chalecos. El niño más atrás, prendido de la pollera de la madre, sin hablar.

Alguien se dio cuenta. Hicimos un aparte: hay que regalarles algo, se portaron tan bien con nosotros y con la vida que llevan, saliendo a ese mar salvaje con el niño...Acuerdo general: les dejamos los chalecos salvavidas, total, te queda el libro...

Le brillaron los ojos. Con los chalecos en la mano miró a la mujer, que se mordía los labios, y al niño.

Ellos fueron al bote, como siempre, hoy atrasados. Había más viento.
Nos acercamos a la costa, una especie de despedida antes de partir.
Iban con los chalecos puestos. Debió ajustar bastante las sogas para que le quedara al niño.

Remaba sin parar. El agua estaba difícil. El bote empezó a corcovear levantando la proa. El niño agarrado fuerte.

En plena rompiente, increíble, el niño se volvió hacia nosotros y sonrió.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Un cuento muy bello.
El paisaje, la diversión en comunión con el ambiente, la hospitalidad con los caminantes, y el remate humanitario de reconocer entre lo sustantivo para unos y lo accesorio para los demás.
Rubén